viernes, 30 de mayo de 2014

SUBIR EL EVEREST EN BICI



   Mientras bajamos la Col d’Ispeguy, las lágrimas recorren mis mejillas. Sería más romántico decir que es el llanto por abandonar la madre patria y no saber si volveré a verla en varios años… pero en realidad el origen de la llorera es la velocidad a la que bajamos los ocho kilómetros franceses de la Col, velocidad que por otro lado no diré para no preocupar más a los respectivos progenitores.

Primeros kilometros en Francia, bajada de la Col de Ispeguy


    Ya desde los primeros metros de descenso pensamos que todo es diferente en Francia: las rocas del paisaje, las flores, las señales de tráfico, los horarios de apertura de las oficinas de turismo (a esto último no habremos de acostumbrarnos, y al menos durante los primeros días nos será imposible encontrar mapas detallados de las zonas a tiempo de amortizarlos). Por suerte, los terribles precios que esperábamos, no asaltan nuestro monedero; si acaso, la fruta y la verdura sí es más cara, pero la pasta y las legumbres cocidas las encontramos más baratas. Como ya he mencionado en algún lugar de este blog, tratamos de no consumir productos de origen animal, con lo que el presupuesto se abarata bastante.

Navarrenx



    Otra pequeña diferencia con respecto a España, es que en Francia no hay guardia civil. Entre otras cosas, este detalle facilita la tarea de buscar cobijo nocturno. Aunque en teoría la acampada libre está prohibida en Francia, de hecho es una práctica común entre viajeros y pescadores, siempre con un poquito de sentido común, un poco apartados de fisgones, que le dé poco la luz del sol a la tienda y sin llamar mucho la atención. A pesar de ello, los primeros días aún somos víctimas del miedo a que asome el tricornio y así, la primera noche acabamos acampando en una carretera abandonada a la salida de Saint-Etienne de Baigorri, que ya había sido descubierto con anterioridad por un grupo de mujeres con esfínteres flojos. Asqueroso, pero en algún sitio hay que dormir. A la mañana siguiente concluimos que el problema no era el cagadero, sino el duro asfalto sobre el que habíamos tenido que poner la tienda. Al día siguiente, cuando el sol ya no tiene fuerza para mantenerse sobre el cielo, nos encontramos ante el mismo problema para acampar. Nuestros ojos españoles, ejercitados por ese miedo ancestral a lo verde, no ven ningún lugar apropiado. Nos habían contado que en Francia a veces es posible que el dueño de una casa con jardín te deje acampar en el césped. Contra el deseo de Gabi, me acerco a preguntar a una pareja que acaba de despedir a unos amigos, y que tienen buena pinta. Media horita después, ya estamos instalados en el jardín trasero de Lionel y Annemarie, a pesar de que nos insisten en que durmamos dentro de la casa, en una pequeña habitación para invitados. Resulta ser un matrimonio excepcional, que nos cuida con mimo las horas que pasamos con ellos, y que nos preparan una cena y un desayuno de los que te hacen reponerte hasta del esfuerzo que hiciste al nacer.

Consultando rutas con Lionel y Annemarie


    Desde que salimos de Logroño estamos deshaciendo el Camino de Santiago, o mejor dicho los caminos, que son innumerables en Francia: Logroño, Jaca, Pamplona, Pau, Auch, Moissac, Figeac, Conques... Tenemos mucho tiempo para viajar, ningún destino concreto y estamos abiertos a cualquier consejo que nos ofrezca la gente con la que hablamos. En cierto modo, de igual manera en que el Camino modeló el arte de los pueblos por los que pasaba, la búsqueda del arte, la cultura y la historia están configurando nuestro propio camino.



    En un pueblecito cercano a Oloron nos esperan Pierre, Stèphanie, sus hijos, un perro, dos gatos, gallinas, patos y un pajarillo recién rescatado. Compartimos con todos ellos cuatro días y tres noches que nos recargan las pilas. Los silencios incómodos son impensables con ellos, nos dejan conocer un poquito de la ecología local francesa y nos invitan a probar su tándem. Cuando nos vamos, sabemos que dejamos en aquella preciosa casita, decorada por Stèphanie, unos grandes amigos que volveremos a encontrar en algún momento del futuro. 
Pierre y Stephanie


Por recomendación suya, viajamos camino a Marciac, donde vive una familia de holandeses que llevan catorce años viajando en carruaje de caballos. Con ellos también pasamos un tiempo perfecto (no en el sentido atmosférico, ya que empiezan a caer duchas sobre Francia) y comprobamos que nuestra buena estrella sigue acompañándonos. Como si un ángel de la guarda estuviera velando por nosotros, siempre que tenemos algún percance, nos ocurre cerca de alguien que nos pueda ayudar. En este caso, la mañana que amanecemos junto al carruaje, la pata de cabra de la bici de Gabi ya no quiere continuar el viaje. Se han roto los dos tornillos que la anclaban al cuadro y se han quedado dentro, así que se hace necesaria una “solución rusa”: a veces bromeamos diciendo que hay tres formas de resolver los problemas mecánicos: a la africana, a la rusa y a la alemana. La germana es la más limpia, técnica y estética; la africana, la más rudimentaria; la rusa, la fuerte y definitiva. André opta por la última, talla una línea sobre los tornillos quebrados para poder sacarlos y amplía los orificios para cambiar los dañados tornillitos alemanes por otro par de robustos tornillacos. Problema resuelto. Aun así, Gabi se encapricha de un palo de madera que presuntamente va a usar como pata de cabra (lo que sería la solución africana), pero que más bien emplea para atar unos pañuelos de colores y secar calcetines.

Nuevas tecnicas de secado de calcetines


    El camino a Pau lo bautizamos como de tipo 6-60: 6 km por hora de subida, 60 km por hora de bajada. En tres días no disfrutamos de un solo llano, la carretera está jalonada por empinadas colinas. Tanto que, casi sin darnos cuenta, el cuentakilómetros nos marca 8.848 metros de desnivel acumulado total, así que ¡subimos nuestro primer Everest en Francia! Y lo hacemos con gusto. Lo que más nos asombra de Francia (aparte de la inmensa cantidad de paté de animal espachurrado en las carreteras) es la belleza de sus pequeños pueblos, cada región con su particularidad. Quedamos enamorados del país vasco francés pero si hay un pueblo que nos ha encantado ha sido Laas. Llegando a la villa, numerosos carteles anuncian el festival musical de la Trashumancia, de relevancia internacional. Cuando llegamos a la plaza del pueblecillo, encontramos extraños artilugios para conocer la situación del sol, las estrellas, la luna, cuándo cae la Semana Santa… y un poste donde están señalados a cuántos kilómetros de distancia están las principales capitales del mundo con una inscripción central que reza: “Vous êtes ici: le centre du monde”. Lionel y Annemarie nos cuentan que hemos atravesado el pueblo con la megalomanía más preocupante de Francia. Prueba de ello es que su alcalde pretende convertir el condado de Laas en un principado, y autoencumbrarse a sí mismo como príncipe de Laas. De todo tiene que haber en el mundo. Vive la France!

Laas, el centro del mundo

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