viernes, 30 de mayo de 2014

14 AÑOS EN UN CARRUAJE

   Judith y André antes viajaban en una caravana, como tantos otros. Pero en el año 1996 un encuentro casual iba a cambiar para siempre su manera de entender la vida. Junto a su vehículo a motor había parado un hombre que viajaba de una manera deliciosamente lenta y ecológica: en carruaje de caballos. Fue entonces cuando esta pareja decidió que iban a abandonar de cierta manera la civilización para tomar ese mismo camino, así que empezaron a preparar su gran viaje. Aprendieron carpintería, mecánica, técnicas para amaestrar caballos de tiro (que de poco sirven para hacer entender a un jamelgo que no puede avanzar cuando el semáforo está en rojo, o cuando le obligan a pasar por el puente colgante de Bilbao). El tiempo no les esperó y corrieron cuatro años hasta que tuvieron todo listo. En el regazo de Judith descansaba su hija mayor de dos años y la pequeña, de tan solo dos meses. Ni la reciente paternidad ni el hecho de tener menos de cien euros en la cuenta corriente habría de detener a esta pareja de holandeses que se encaminaba hacia la libertad.



    Durante catorce años, André Judith y las chicas han recorrido Holanda, Francia, España y Portugal a una velocidad media de 15 km/dia, dos horas al día como máximo para no agotar a los caballos. Puro arte sobre ruedas, el carruaje fue decorado y vuelto a decorar según crecían las niñas hasta que, finalmente, se hicieron demasiado mayores y fueron lo suficientemente adolescentes como para abandonar la litera que compartían con sus padres y reclamar para sí un carruaje propio. Esta vez, construido con sus propias manos.



    La familia de Roulotte-Papillote es gente con recursos. Durante un buen tiempo vivían de lo que conseguía Judith en las fiestas de los pueblos con su maquillaje de fantasía para niños. Por su parte, la profesión oficial de André es la fotografía, con la cual a menudo obtenían lo suficiente para comer. Para los caballos era todo más fácil, ya que ellos mismos se servían de la hierba que iban encontrando en el camino. Una vida dura, sencilla, sin lujos, que solo era alterada de vez en cuando por la guardia civil mientras viajaban por España. Problemas que terminaban cuando decían, dos o tres veces cada día, que eran holandeses haciendo el Camino de Santiago.



    Ahora, catorce años después de su partida, André y Judith han construido un gran carruaje que no puede ser arrastrado por caballos. Lo portátil se hizo inmóvil por el deseo de no cerrar ninguna puerta futura a las chicas. Aunque ambas han recibido una excelente educación de Judith, hablan varios idiomas y son especialmente maduras, han querido acudir a un colegio para formalizar sus estudios. Sabedores de su especial situación, buscaron un colegio de enseñanza libre, pero ninguno respondía a lo que ellos esperaban. Finalmente accedieron a escolarizar a las chicas en una institución al uso. El día de la entrevista con el director del centro, sin que se diera cuenta su madre, una de las niñas había cogido un bolígrafo y se había decorado con dibujos un brazo entero. Al primero paso para entrar al “mundo civilizado” ya se percató de que, a este lado del portal, el arte y la naturaleza no son libres. A pesar del dibujo, las chicas fueron aceptadas en el centro. Cuando el director le dijo que en adelante no podría hacer ese tipo de cosas en su colegio, ella le respondió que por qué. La pregunta, que el director tomó como una señal inequívoca de rebeldía (típica de alguien que se ha criado en dichas circunstancias) era en realidad una muestra de estupor y curiosidad por los motivos que encerraba la castración del arte.



    Su vida ciertamente ha cambiado. Tendrán que volver al sedentarismo, al menos durante los años que las niñas estén escolarizadas. De momento, un vecino de Marciac les ha cedido un pedazo de terreno para que se instalen allí, sin dejar de vivir con sus carruajes en la naturaleza. Pero no saben cuánto más estarán allí. Gracias a ellos podemos disfrutar un día con ellos y su amena conversación.



   Judith prepara una sopa, con una sonrisa enmarcada en cabellos de fuego:

-           -     La gente de hoy tiene miedo por todo. Pero sobre todo, tienen miedo de tomar la responsabilidad de llevar su propia vida. Dependen de los que ellos tienen por expertos: los médicos titulados, los profesores de escuela, los albañiles, los carpinteros, los peluqueros. No saben que ellos mismos pueden aprender a cuidarse. Los hombres tienen miedo de la libertad, y la han sacrificado por la comodidad. 

SUBIR EL EVEREST EN BICI



   Mientras bajamos la Col d’Ispeguy, las lágrimas recorren mis mejillas. Sería más romántico decir que es el llanto por abandonar la madre patria y no saber si volveré a verla en varios años… pero en realidad el origen de la llorera es la velocidad a la que bajamos los ocho kilómetros franceses de la Col, velocidad que por otro lado no diré para no preocupar más a los respectivos progenitores.

Primeros kilometros en Francia, bajada de la Col de Ispeguy


    Ya desde los primeros metros de descenso pensamos que todo es diferente en Francia: las rocas del paisaje, las flores, las señales de tráfico, los horarios de apertura de las oficinas de turismo (a esto último no habremos de acostumbrarnos, y al menos durante los primeros días nos será imposible encontrar mapas detallados de las zonas a tiempo de amortizarlos). Por suerte, los terribles precios que esperábamos, no asaltan nuestro monedero; si acaso, la fruta y la verdura sí es más cara, pero la pasta y las legumbres cocidas las encontramos más baratas. Como ya he mencionado en algún lugar de este blog, tratamos de no consumir productos de origen animal, con lo que el presupuesto se abarata bastante.

Navarrenx



    Otra pequeña diferencia con respecto a España, es que en Francia no hay guardia civil. Entre otras cosas, este detalle facilita la tarea de buscar cobijo nocturno. Aunque en teoría la acampada libre está prohibida en Francia, de hecho es una práctica común entre viajeros y pescadores, siempre con un poquito de sentido común, un poco apartados de fisgones, que le dé poco la luz del sol a la tienda y sin llamar mucho la atención. A pesar de ello, los primeros días aún somos víctimas del miedo a que asome el tricornio y así, la primera noche acabamos acampando en una carretera abandonada a la salida de Saint-Etienne de Baigorri, que ya había sido descubierto con anterioridad por un grupo de mujeres con esfínteres flojos. Asqueroso, pero en algún sitio hay que dormir. A la mañana siguiente concluimos que el problema no era el cagadero, sino el duro asfalto sobre el que habíamos tenido que poner la tienda. Al día siguiente, cuando el sol ya no tiene fuerza para mantenerse sobre el cielo, nos encontramos ante el mismo problema para acampar. Nuestros ojos españoles, ejercitados por ese miedo ancestral a lo verde, no ven ningún lugar apropiado. Nos habían contado que en Francia a veces es posible que el dueño de una casa con jardín te deje acampar en el césped. Contra el deseo de Gabi, me acerco a preguntar a una pareja que acaba de despedir a unos amigos, y que tienen buena pinta. Media horita después, ya estamos instalados en el jardín trasero de Lionel y Annemarie, a pesar de que nos insisten en que durmamos dentro de la casa, en una pequeña habitación para invitados. Resulta ser un matrimonio excepcional, que nos cuida con mimo las horas que pasamos con ellos, y que nos preparan una cena y un desayuno de los que te hacen reponerte hasta del esfuerzo que hiciste al nacer.

Consultando rutas con Lionel y Annemarie


    Desde que salimos de Logroño estamos deshaciendo el Camino de Santiago, o mejor dicho los caminos, que son innumerables en Francia: Logroño, Jaca, Pamplona, Pau, Auch, Moissac, Figeac, Conques... Tenemos mucho tiempo para viajar, ningún destino concreto y estamos abiertos a cualquier consejo que nos ofrezca la gente con la que hablamos. En cierto modo, de igual manera en que el Camino modeló el arte de los pueblos por los que pasaba, la búsqueda del arte, la cultura y la historia están configurando nuestro propio camino.



    En un pueblecito cercano a Oloron nos esperan Pierre, Stèphanie, sus hijos, un perro, dos gatos, gallinas, patos y un pajarillo recién rescatado. Compartimos con todos ellos cuatro días y tres noches que nos recargan las pilas. Los silencios incómodos son impensables con ellos, nos dejan conocer un poquito de la ecología local francesa y nos invitan a probar su tándem. Cuando nos vamos, sabemos que dejamos en aquella preciosa casita, decorada por Stèphanie, unos grandes amigos que volveremos a encontrar en algún momento del futuro. 
Pierre y Stephanie


Por recomendación suya, viajamos camino a Marciac, donde vive una familia de holandeses que llevan catorce años viajando en carruaje de caballos. Con ellos también pasamos un tiempo perfecto (no en el sentido atmosférico, ya que empiezan a caer duchas sobre Francia) y comprobamos que nuestra buena estrella sigue acompañándonos. Como si un ángel de la guarda estuviera velando por nosotros, siempre que tenemos algún percance, nos ocurre cerca de alguien que nos pueda ayudar. En este caso, la mañana que amanecemos junto al carruaje, la pata de cabra de la bici de Gabi ya no quiere continuar el viaje. Se han roto los dos tornillos que la anclaban al cuadro y se han quedado dentro, así que se hace necesaria una “solución rusa”: a veces bromeamos diciendo que hay tres formas de resolver los problemas mecánicos: a la africana, a la rusa y a la alemana. La germana es la más limpia, técnica y estética; la africana, la más rudimentaria; la rusa, la fuerte y definitiva. André opta por la última, talla una línea sobre los tornillos quebrados para poder sacarlos y amplía los orificios para cambiar los dañados tornillitos alemanes por otro par de robustos tornillacos. Problema resuelto. Aun así, Gabi se encapricha de un palo de madera que presuntamente va a usar como pata de cabra (lo que sería la solución africana), pero que más bien emplea para atar unos pañuelos de colores y secar calcetines.

Nuevas tecnicas de secado de calcetines


    El camino a Pau lo bautizamos como de tipo 6-60: 6 km por hora de subida, 60 km por hora de bajada. En tres días no disfrutamos de un solo llano, la carretera está jalonada por empinadas colinas. Tanto que, casi sin darnos cuenta, el cuentakilómetros nos marca 8.848 metros de desnivel acumulado total, así que ¡subimos nuestro primer Everest en Francia! Y lo hacemos con gusto. Lo que más nos asombra de Francia (aparte de la inmensa cantidad de paté de animal espachurrado en las carreteras) es la belleza de sus pequeños pueblos, cada región con su particularidad. Quedamos enamorados del país vasco francés pero si hay un pueblo que nos ha encantado ha sido Laas. Llegando a la villa, numerosos carteles anuncian el festival musical de la Trashumancia, de relevancia internacional. Cuando llegamos a la plaza del pueblecillo, encontramos extraños artilugios para conocer la situación del sol, las estrellas, la luna, cuándo cae la Semana Santa… y un poste donde están señalados a cuántos kilómetros de distancia están las principales capitales del mundo con una inscripción central que reza: “Vous êtes ici: le centre du monde”. Lionel y Annemarie nos cuentan que hemos atravesado el pueblo con la megalomanía más preocupante de Francia. Prueba de ello es que su alcalde pretende convertir el condado de Laas en un principado, y autoencumbrarse a sí mismo como príncipe de Laas. De todo tiene que haber en el mundo. Vive la France!

Laas, el centro del mundo

martes, 20 de mayo de 2014

¿Cuándo volveremos?

    Se nos queda cara de tontos y no sabemos muy bien qué hacer. En Sangüesa nos habían dicho que el cámping de Lumbier nos saldría por unos 12 euros y, aunque nos parecía algo caro, habíamos decidido parar allí, lavar la ropa, darnos una duchita y permitirnos el lujo de levantarnos un poco más tarde, dejando secar por completo la tienda de campaña. Pero ahora el chico de recepción nos dice que son 20 eurazos. Nos duele en el alma gastar en una noche lo mismo que hemos empleado en una semana, pero estamos cansados y es ya bien tarde, así que la pereza hace el resto y aceptamos el desembolso. Al menos podremos quedarnos allí hasta después de comer, y así hacemos algo de tiempo, ya que hasta dentro de dos días no hemos quedado con nuestro anfitrión en Pamplona, que está apenas a 50 kilómetros. Para cuando dejamos atrás el cámping ya estamos convencidos de que no merecía la pena.



    Hacemos la tontería de subir una montaña empinada creyendo que por ese camino sería más fácil encontrar un lugar donde poder acampar y pasar la noche, que pronto deshacemos al escrutar un horizonte demasiado escarpado y un camino de tierra plagado de piedras. La lógica aplastante nos dice que cerca del río encontraremos un lugar mejor, de modo que deshacemos en diez minutos lo que hemos subido en una hora y estamos de nuevo en la carretera nacional. No pasará mucho tiempo antes de que el viento en contra gane una vez más la batalla y acabamos el día tras apenas dos horas de pedaleo. Al día siguiente llegamos a mediodía a Pamplona, terminando así la trepidante carrera en la que el caballo ganador es el más lento. En la capital navarra toca de nuevo esperar, nuestro anfitrión no llega hasta las diez de la noche y nosotros ya estamos comiendo en el parque del Arga a las dos de la tarde. Menos mal que la tarde es amena en compañía del rey de Sangüesa.

    Hemos vuelto con cierta nostalgia al lugar donde vivimos el año pasado. Estamos aquí para arreglar papeles que no se dejan solucionar fácilmente (la declaración de la renta por internet en Navarra es un invento del diablo) y Ángel nos deja quedarnos en su casa cuatro días hasta que lo logramos. El último día que estamos en Pamplona llega a casa de Ángel un japonés que quiere hacer el Camino de Santiago en bici, pero sin bici. Ha venido únicamente con un par de mochilas y tiene que comprar el resto, incluyendo alforjas, casco, herramientas. Debido a que Ángel tiene que trabajar, tenemos la suerte de rememorar tiempos pasados en los cuales éramos nosotros quienes dábamos cobijo a los viajeros, y guiamos a Tetsuya por la ciudad hasta nuestra tienda favorita, Bigarren Eskua (significa segunda mano en euskara). Allí fue donde entramos hace ya más de un año preguntando por un manillar de mariposa y acabamos decidiendo encargar un par de bicis nuevas para dar la vuelta al mundo. ¡Qué bien nos han tratado este par de hermanos!

Puerto de Artesiaga

    Después de este tiempo durmiendo en una cama calentita, nos cuesta ponernos otra vez en marcha: es el peligro de acomodarse en la civilización. Nuestra próxima meta es Ainhoa, o eso es lo que pensábamos. Cuando llegamos a Zubiri, miramos el mapa que nos han dado en turismo (que, por cierto, tardaremos un par de horas en perder). Ahí descubro que la forma más cómoda de cruzar el Pirineo no es por el camino de Ainhoa, y se lo comento a Gabriel, que creía que yo quería pasar por ese pueblo francés solo porque se llama igual que yo. Pero a estas alturas ya no vamos a deshacer el camino, ni mucho menos a pasar por la masificada costa, así que nos comemos toda la fruta que nos cabe en el buche y cogemos fuerzas para subir el puerto de Artesiaga. Al principio se hace tremendamente cómodo, apenas hay coches y el paisaje es de gran belleza. Pero el último kilómetro es demasiado duro para mí. El único record de resistencia que he podido batir en mi vida ha sido delante de un legajo del siglo XVI, no encima de una bici. Se nos ocurre la genial idea de usar una cuerda y un par de mosquetones para intentar atar ambas bicis y que Gabi me remolque. Error, casi nos vamos los dos al suelo. Así que, finalmente, Gabi hace los últimos mil metros dos veces, primero con su bici y luego con mi montura.

Gabi subiendo por segunda vez a la cumbre.

   La bajada hacia el valle del Baztán es una historia bien distinta. Nos dejamos caer durante un buen rato por una suave pendiente que nos lleva sin darnos cuenta (literalmente) hasta Elizondo. Allí habíamos quedado con Joseba. Llegamos muy temprano a su casa, nunca habíamos acabado una etapa a las seis de la tarde. Tocamos a su puerta y no está, pero no tenemos forma de avisarle porque no tiene teléfono móvil ni fijo. Esperamos un ratito, damos una vuelta por el pueblo y volvemos a su casa. Nadie. Echamos unas partiditas a las cartas y volvemos a probar suerte. Dos horas después sigue sin dar señales de vida y empezamos a preocuparnos, pensando que tendremos que buscar algún albergue en el pueblo para poder dormir. Cuando ya nos habíamos hecho a la idea, aparece por la plaza paseando tranquilamente con una amiga y nos pregunta si somos nosotros. Le habíamos escrito tal juego de cábalas que le habíamos hecho entender que llegaríamos al día siguiente. Pero aún tuvimos tiempo para disfrutar de una cena muy agradable, con una interesante conversación regada con la rica sidra del Baztán. Joseba nos ayuda a trazar la ruta que nos llevará a cruzar a Francia. Tenemos la duda de si será mejor subir el puerto de Otsondo o será menos duro el de Izpegi. Sobre el mapa se llevan pocos metros de altitud de diferencia, el de Otsondo parece una línea casi recta pero el de Izpegi es una serpiente con artritis. En la oficina de turismo nos habían asegurado que Izpegi podía ser un infierno para subir con la bici, pero es la opción que nos recomienda Joseba. Y así seguimos añadiendo conocimientos a la lista de lecciones: "no te fíes de la descripción de un puerto hecha por una persona que solo lo ha subido en coche". Ciertamente, Izpegi es un puerto para subir motorizado lentamente, con demasiadas curvas y muy poca visibilidad. Pero es una delicia para la bici, con una pendiente muy accesible que se hace poco a poco sin un esfuerzo sobrehumano.

Elizondo desde la ventana de Joseba

Puerto de Izpegi

Lentamente llegamos a los 690 metros del puerto de Izpegi, que en francés se dice 670 (sic) metres de col d'Ispeguy. A un lado se abre un valle navarro y al otro, cae Francia. 20 días y 800 kilómetros después, decimos adiós a España dejando una pregunta en el aire: ¿cuándo volveremos?

Y más allá, Francia


miércoles, 14 de mayo de 2014

El rey de Sangüesa

- Y el suelo de la cabaña lo alicaté yo.

    El Rey de Sangüesa le llaman unos. Ha pedaleado por miles de lugares y hablado con todos los lugareños que tuvieran a bien escucharle. Es tan conocido que ha evitado numerosas peleas en las fiestas de pueblos que frecuenta, según él mismo reconoce, con demasiada asiduidad. La bicicleta le ayuda a refrenar su alcoholismo, es consciente de que pedalear completamente borracho es peligro para él y para los demás, y los demás es precisamente lo que más le importa en esta vida.

- Con estas manos he salvado vidas. He hecho masajes cardíacos y he salvado a gente en accidentes. Yo salvé a mi hermano cuando nuestro coche empezó a dar vueltas de campana, él salió por la ventanilla y se fue a un barranco.

    El rey de Sangüesa también sabe alicatar. Enseña orgulloso la casa que tienen sus padres en el pueblo, que sus hermanos llaman despectivamente "la cabaña", y cuyo suelo se encargó de alicatar. Entre foto y foto recuerda sus años de la mili, que hizo como voluntario de la Cruz Roja, un curso de fontanería y sus peripecias en la mayor plantación de hierbas medicinales de Navarra. De repente, saca dos frascos de la mochila, que siempre lleva consigo cuando monta en bicicleta.

- Mira, esto es un "ingüento" de llantén. Es para las heridas. Y esto de aquí es romero, que sirve para los dolores musculares. Los hago yo. El de llantén tiene que estar un año macerando. Me dicen que no es correcto hablar de ingüentos, que los ingüentos son cremas y estos son líquidos. El de ortiga me lo hecho en el pelo y soy el único de mis hermanos que no está calvo.

    El rey de Sangüesa luce orgulloso una rizada melena al viento, que le otorga su aspecto característico. Un enorme colgante que emula la cabeza de un carnero y que perteneció a un amigo fallecido le hace inconfundible para los paseantes del Arga. Cáritas le gestiona su dinero y vive en una casa tutelada.

- De lo que pago de alquiler, 5 euros son para las cosas de la casa, pero el papel higiénico lo tengo que comprar yo. A veces, cuando alguien me dice que le duele algo, que ha tenido un accidente, que está yendo al fisio y no le hacen nada las pastillas, yo les doy un masaje y se curan. Pero... no piensen mal, ¿eh? Que cuando yo doy un masaje solo voy a lo que voy, que una vez me hicieron un test y resulta que todos los hombres no somos iguales, que a mí me dijeron que lo del sexo no me salía en el test. El Brujo me enseñó a hacer masajes y ahora yo vendo mis ingüentos (porque mis padres me dicen que esto también es trabajo, que antes los regalaba) pero por los masajes no cobro. Yo enseño a la gente a darse los masajes como me enseñó el Brujo.

    El rey de Sangüesa recuerda sus años mozos, en los que ganó varias competiciones con su equipo ciclista. Era un atleta nato, que luego cogió el gusto al ciclismo y también al judo. El Brujo era el fisio de su equipo, un reconocido médico que quiso fichar el primer equipo donde compitió Induráin. Pero brujos y brujas se llaman también a las personas que curan con hierbas medicinales, y entre ellos se reconocen incluso antes de intercambiar palabra. Conoce a muchos maestros, de los que es discípulo y amigo.

- Tengo siete libros de plantas medicinales. Cuatro en Sangüesa y tres me he traído a Pamplona. En Sangüesa mis padres tienen una cabaña, bueno, mis hermanos le llaman cabaña. Pero es muy grande, yo alicaté el suelo. Allí tengo una plantación de hierbas medicinales. Con eso, con lo que voy a recolectar y con lo que puedo comprar, como el alcanfor, hago mis historias. Todo está probado, mis padres y yo hemos sido mis conejillos de indias.

    El rey de Sangüesa también puede considerarse un brujo, es un heavy del río Aragón con un talento innato para ayudar a los demás y un vasto conocimiento de medicina natural. Con uno de sus ingüentos y un masaje sana la rodilla maltrecha de una cicloviajera, mientras lamenta que para poder vender legalmente su magia tendría que patentar sus productos y que Sanidad diera su visto bueno después de apoquinar otra elevadísima tasa (léase soborno). Mientras tanto, en los supermercados pueden adquirirse por el doble de precio de lo que cuestan estos ingüentos, productos como pastillas de cartílago de tiburón, que ya quedó bien demostrado que no sirven para nada. Él confía en el boca a boca, en ese sentido parece que le va bien.

    Cuatro horas después de haberse presentado, nos acompaña a lo viejo de Pamplona. Aún tiene diez minutos para que le dejen entrar en el comedor social y cenar por 50 céntimos de euro. Agradecidos, nos despedimos de una bellísima persona, un curandero de los que curan, un cuerdo en un mundo de locos. Hasta ayer, no sabía que Sangüesa tenía un rey.

sábado, 10 de mayo de 2014

¡Ábrete, sésamo!



    Arrancamos la jornada de descanso en Zaragoza con los mordisquitos de Sueño, la gata de Laura y Mikel. Nuestros anfitriones se están preparando para su propia aventura: en otoño quieren coger un vuelo que les lleve a ellos y a sus Surlys (Surly es una marca de bicis mítica entre los aficionados al cicloturismo, famosa por sus cuadros de acero) a recorrerse Sudamérica.

El arte de Mikel


    Los muchachos nos aseguran que Zaragoza no tiene mucho que ver, pero nosotros nos resistimos a creerles y en un ratito nos plantamos en la Plaza del Pilar. Más que una basílica, nos parece un circo. El Pilar es un edificio grandioso, rico, deslumbrante, pero no alcanzamos a encontrar el espíritu de la Pilarica para agradecerle su empuje eólico. El templo está abarrotado, la gente disfruta con la práctica de la fotografía furtiva y una larga cola de padres y niños pequeños aguarda para su momento épico: el tierno infante tiene la oportunidad de besar el manto de la Virgen del Pilar, mientras decenas de abuelas contemplan orgullosas el espectáculo. El monaguillo que les guía se cae, el guarda termina por hacer la vista gorda con los furtivos, mientras las bombas que cayeron durante la Guerra Civil sobre el Pilar y no explosionaron se preguntan qué hacen colgadas de la pared, condenadas por los errores de otros a contemplar el espectáculo hasta que la devoción pase de moda. Poco después disfrutaremos de los grabados de Goya, y sonreiré contemplando uno de ellos que se titula “El poder del sastre”.



    Al día siguiente nos despedimos de Laura y Mikel nos guía en la salida de la ciudad. Nos lanzamos a la carretera con la intención de remontar las aguas del río Gállego. El día transcurre tranquilo, parece de estos  en que uno acaba con la impresión de que se han avanzado bastantes kilómetros pero no hay nada que contar… hasta que paramos a comer. Gabriel abre la alforja de la comida y … ¡sorpresa! Hemos aprendido una nueva lección: no guardar botes de cristal. El de aceite de sésamo se ha roto por el culo y la alforja y todo lo que había dentro chorrea y apesta a partes iguales. Una semana después aún sigue oliendo todo a comida china y los pantalones de Gabriel tienen un nuevo estampado. Cuando levantamos el chiringuito, junto al embalse de la Sotonera, pensamos que el olor va a delatarnos.

Río Gállego


    Remontar el Gállego es una delicia, una de las mejores experiencias que hemos tenido hasta el momento. El paisaje es increíble, el río se encañona entre impactantes formaciones rocosas y el color del agua parece Photoshop divino. De este modo entramos en los Pirineos, donde queda confirmada la máxima de que el número de curvas y cuestas es directamente proporcional a una bella perspectiva. En este caso, quizá demasiado bella: las primeras cuestas las tomamos con entusiasmo, pero 70 km más tarde, ya no nos cabe más emoción en las piernas, y empiezan a flojear. Llamamos al que iba a ser nuestro anfitrión en Hostal de Ipiés para decirle que los Pirineos han ganado esta batalla y que no estaremos allí para cenar. Cuando al fin alcancemos a encontrarnos con nuestro anfitrión y su familia, reponiéndonos con un chocolate calentito, recordaremos no tanto el esfuerzo como el verdor de los bosques y el encanto de los pueblitos semiabandonados de la Jacetania. Raúl nos saca de nuestro ensimismamiento contándonos sus propias historias a pedales e introduciéndonos al mundo del radioaficionado. Por si la historia de Raúl no fuera ya suficientemente motivadora (con casi 70 años acaba de volver de recorrerse media Sudamérica en bici como si fuera un chaval), nos cuenta que tuvo la oportunidad de compartir pedaladas junto a Diego Ballesteros. 

Chocolates La Abuela, con Raúl.


   Diego se hizo famoso por cubrir en bici la distancia que separa Zarazoga de Pekín en menos de 100 días, y esa historia ahora la cuenta desde su silla de ruedas. Poco después de aquella gesta, un coche lo atropelló mientras cruzaba EEUU de costa a costa, y perdió para siempre la esperanza de caminar y volver a sentir algo de pecho para abajo. A pesar de ello, sigue compitiendo con una handbike y se prepara para las paraolimpiadas. Afirma Raúl que pedalear junto a Diego es un chute de energía en vena. ¡Cuánto nos quejamos por todo, qué poco valoramos la suerte que tenemos!




    Seguimos nuestro camino rumbo a Jaca, donde el hermano pequeño del Cierzo nos recuerda que aún estamos en Aragón. Menos mal que mi cara fue diseñada siguiendo las estrictas leyes de la aerodinámica. Después de varios kilómetros con el viento en contra, decidimos ponerle fin al día y encontramos un pequeño rincón junto al río del que nos cuesta despegarnos. Estamos orgullosos de nuestra nueva morada. Pero hay que ir diciendo adiós a Aragón para volver a entrar en Navarra. Dejamos atrás Jaca y encaramos el embalse de Yesa (sobre el que tanto cabría decir, y nada bueno: unas obras de recrecimiento que hacen temblar la tierra, que permiten la expropiación y el abandono de pueblos y que a punto estuvieron el año pasado de convertir la población de Sangüesa en la nueva Atlántida). Pasamos de largo por Ruesta, donde acabamos con más preguntas que respuestas y desayunamos en Urriés, atraídos por la idea de un café calentito y unas tostadas. Allí estamos tan a gustito, la compañía es tan agradable, que echamos más de dos horas. Los dueños del bar del pueblo, que tiene 25 habitantes, son una pareja joven que huyó de la ciudad para encontrar la felicidad en un lugar donde el tiempo se ha detenido. Cuando nos vamos, echamos la vista atrás y tenemos la sensación de ver nuestro futuro. La sonrisa aún no se nos ha borrado cuando llegamos al cerro de Sos del Rey Católico, ni siquiera cuando visitamos Sangüesa, ni mucho menos cuando atravesamos la foz de Lumbier.




Foz de Lumbier

    Arriba y abajo, las ondas de la carretera nos guían en la transición de paisajes. A nuestra espalda, un oleaje de trigo baña la orilla del Pirineo que, rabioso, enseña sus dientes al cielo. Solo esperamos que la caries de Yesa no vaya a más.

sábado, 3 de mayo de 2014

Primeros pasos

    Ya está. Cuando Felix Baumgartner aceptó el reto de Red Bull para saltar desde la estratosfera tuvo un último instante para dar marcha atrás. Justo antes de saltar de la plataforma podía habérselo pensado mejor. Sin embargo, realizó todos sus movimientos en una danza medida para que todo saliera a la perfección. En ese preciso segundo en que podía haber retrocedido, avanzó hacia delante... porque la decisión no la había tomado junto al abismo, sino mucho tiempo atrás.

    Montar alforjas y petates sobre una bicicleta y cruzar el puente del Ebro no supone un reto que pueda equipararse a un salto estratosférico, pero el impulso inicial se ve refrenado en algún momento por la misma pregunta: ¿me arriesgo o me doy la vuelta? Ese puente fue nuestra plataforma abierta al abismo de un planeta, al que no habríamos de llegar de manera perpendicular, como hizo Felix, sino que tendremos que acariciarlo, mimarlo y comprenderlo. Así pues, despedidos de la familia, amigos y curiosos, nos lanzamos al vacío.



    Apenas llevamos cuatro días en ruta, lo justo para recorrer los caminos que unen Logroño con Calahorra, Tarazona y Zaragoza. El balance de estas primeras horas es curioso: una alforja rota, un foco estrellado contra una pared, una alforja pringada de miel y fresa "macerada", un petate que ya luce un par de cagarrutas de pájaro, un sillín arañado y comido por los gatos... ¡Cómo será cuando llevemos un año danzando por el mundo!

    Todavía estamos haciéndonos a nuestra nueva forma de vida, acostumbrándonos a perdernos y encontrarnos constantemente. Primera lección aprendida: planificar rutas de 50 a 75 kilómetros como mucho. Ilusos de nosotros, creemos que podemos controlar nuestro destino. El primer día pensamos hacer 40 km hasta Calahorra (llevábamos un mes sin coger la bici), pero decidimos hacer tiempo, sin caer en la cuenta de que haciendo tiempo también se hacen kilómetros. Para cuando queremos llegar a nuestro destino, hemos hecho el doble y así hemos empezado nuestro viaje dando un poco de lástima. Como si no fuéramos ya con la lección aprendida, abandonamos el maravilloso pueblo de Tarazona, donde los hermanos Vallejo nos tratan como a uno más, y nos dejamos llevar por dulces palabras que nos prometen una bajada feliz hasta Tudela por la vía verde del Tarazónica, y luego dejar caer nuestras bicis por el canal hasta Zaragoza. Van a ser más de 100 kilómetros, pero nos dicen que en 4 o 5 horas estaremos en Zaragoza y nos venimos arriba. La primera en la frente. O más bien de costado, ya que un fortísimo viento lateral apenas nos deja avanzar por la vía hasta que, a duras penas, alcanzamos el canal. Una vez en él, el viento nos empuja hasta que aprendemos la segunda lección.

Por el GR-99


    Segunda lección aprendida: el canal de Lodosa no es lo mismo que el canal Imperial, que no cambia de nombre cuando atraviesa la frontera provincial. Cuando ya hemos recorrido unos 40 kilómetros por el canal de Lodosa, un amable caballero nos saca de nuestro engaño. Que por aquí no es. Que hay que coger una carretera con un cierzo furioso para meternos por el canal bueno. "Que no tiene pierde". Le hacemos caso, enganchamos con el canal Imperial y a los pocos minutos... camino cortado por obras.

Catedral de Tarazona


Pues igual sí que tiene pierde, porque acabamos metidos por caminos de fango entre huertas hasta que descubrimos el rodeo para volver a retomar el canal. Una vez allí el cierzo se divierte con nosotros, nuestras bicis son juguetes que se mueven a su antojo. Menos mal que su deseo coincide con el nuestro. Y así, después de otra vueltita tonta por habernos vuelto a equivocar de camino, llegamos a Zaragoza con un "130" en nuestro cuentakilómetros y con dos lecciones grabadas a fuego.



Vía verde Tarazónica